“No sé a qué hora sucedió todo”: Gabo

Por Gabriel García Márquez
 
Discurso en el homenaje del IV Congreso Internacional de la Lengua Española Cartagena, marzo de 2007
 
“Ni en el más delirante de mis sueños en los días en que escribía Cien años de soledad llegué a imaginar en asistir a este acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares. Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal parecería a todas luces una locura. Hoy las academias de la lengua lo hacen con un gesto hacia una novela que ha pasado ante los ojos de cincuenta veces un millón de lectores y ante un artesano insomne como yo, que no sale de su sorpresa por todo lo que le ha sucedido pero no se trata de un reconocimiento a un escritor. 
 
Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de Cien años de soledad no son un millón de homenajes a un escritor que hoy recibe sonrojado el primer libro de este tiraje descomunal. 
 
Es la demostración de que hay lectores en lengua castellana hambrientos de este alimento. No sé a qué horas sucedió todo; sólo sé que desde que tenía 17 años y hasta la mañana de hoy no he hecho cosa distinta que levantarme todos los días temprano y sentarme ante un teclado para llenar una página en blanco o una pantalla de computador con la única misión de escribir una historia aún no contada por nadie que le haga más feliz la vida a un lector inexistente. 
 
En mi rutina de escribir, nada ha cambiado desde entonces. Nunca he visto nada distinto que mis dos dedos índices golpeando aún las 28 letras del alfabeto inmodificado y he tenido ante mis ojos en estos setenta y pico de años. 
 
Hoy me toca levantar la cabeza para asistir a este homenaje que agradezco y no puedo hacer otra cosa que detenerme a pensar qué es lo que me ha sucedido. 
 
Lo que veo es que el lector inexistente de mi página en blanco es hoy una descomunal muchedumbre abierta de lectura en lengua española. 
 
Los lectores de Cien años de soledad son hoy una comunidad que si se unieran en una misma tierra sería uno de los 20 países más poblados del mundo. No se trata de afirmación pretenciosa. Quiero apenas mostrar que hay una gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en castellano. 
 
El desafío es para todos los escritores, poetas, narradores para alimentar esa sed y multiplicar esa muchedumbre. 
 
A mis 38 años y ya con cuatro libros publicados desde mis 20 años, me senté en mi máquina de escribir y empecé: ‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo’. 
 
No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir durante 18 meses hasta que terminé el libro. Parecería mentira pero uno de los problemas más apremiantes era el papel de la máquina de escribir... 
 
Tenía la mala educación de pensar que los errores de mecanografía o de gramática eran en realidad errores de creación y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de basura para empezar de nuevo. 
 
Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me costaría unos seis meses de mañanas diarias para terminar. 
 
Esperanza Araiza, la inolvidable ‘Pera’, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellos La región más transparente de Carlos Fuentes, Pedro Páramo de Juan Rulfo. 
 
Cuando le propuse que me sacara en limpio la obra, la novela era un borrador acribillado a remiendos, primero en tinta negra y después en roja para evitar confusiones. Pero esto no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. 
 
Pocos años después ‘Pera’ me confesó que cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenagal de la calle. Las que recogió empapadas y casi ilegibles con la ayuda de otros pasajeros las secó en su casa hoja por hoja con una plancha de ropa. 
 
Y otro libro mejor sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo con nuestros dos hijos durante ese tiempo en que no gané ni un centavo por ninguna parte. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa. 
 
Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con rigor de cirujano paso a paso con su ojo mágico las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas, y al final volvió con una larga verónica de novillero. “Todo esto es puro vidrio”... 
 
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de México para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina a doble espacio y en papel ordinario dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Sudamericana. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo “Son 82 pesos”. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: ‘sólo tenemos 53’. 
 
Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para enviarla, Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial suramericana, ansioso de leer la primera parte nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarlo. Así es como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy”.